¿Puede resonar este anuncio en un mundo que hace un culto de la libertad?
¿Tienen sentido proclamarla cuando la vivimos tan plenamente? Pero, ¿la vivimos plenamente?
¿Es plena una libertad que nos deja vacíos, que nos empuja al sinsentido, que nos arrastra a la dependencia?
¿Es humana una libertad que deja en su caminar a tantos jóvenes esclavos de sus instintos, alejados de sus familias, entristecidos en su violencia incontrolada?
¿Es dignificante una libertad que alimenta el egoísmo, que excluye a los hermanos, que promueve el tener a costa del ser?
¿Es verdadera la libertad que desde una mirada dirigida sólo a los derechos no asume el deber de hacerse cargo de los derechos de los otros?
Cristo resucitado, con sus llagas gloriosas, es el testimonio irrebatible del valor de la entrega, del amor, del sacrificio, del don de sí. Cristo resucitado es el grito gozoso del triunfo de la verdad que libera a la libertad.
Cristo resucitado es la invitación más bonita que puede recibir hombre alguno a ser un hombre verdaderamente libre. Cristo resucitado es el sí del Padre a la libertad del hombre. Él, el Cordero entregado al matadero sin queja alguna, es el Cordero victorioso que abre el libro de los sellos de la vida.
Si Él ha vencido a la muerte es verdad que los pobres, los mansos, los perseguidos, los misericordiosos, los que buscan la paz son felices.
Si Él ha resucitado es verdad que hay más alegría en dar que en recibir, es verdad que el grano de trigo que cae en la tierra y muere da mucho fruto. Es verdad su evangelio. Y si Él ha resucitado ¿Cómo no incorporarnos, entonces, a la escuela de sus discípulos, que es la escuela de la verdadera libertad?